By Cesar Castro
March 24, 2015

Quetzal Flores (a la izquierda) y Cesar Castro enseñando los talleres de son jarocho en la Prisión Estatal de Corcorán, California.

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Cuando daba la noticia de que había recibido la invitación para trabajar enseñando música en las prisiones de California generé diferentes reacciones en mis allegados; a unos les preocupó, a otros les dio miedo o risa nerviosa, aunque en todos encontraba respuestas positivas ante la noticia de mi próxima y novedosa incursión como maestro de jarana y son jarocho. Preferí no hacer una búsqueda en internet y solo presté oídos a los testimonios de gente que conozco y que ha ido a hacer trabajo similar a las correccionales.

Día uno. 4:30 AM. Los Angeles, CA. Café, desayuno, lunch, snacks, jaranas y tanque lleno, todo listo para recorrer 3 horas de freeway. Intriga, emoción, mil planes.

Primer revisión a la entrada del complejo: licencia y motivo de la visita. Segunda revisión en la oficina de la entrada a la prisión: canje de licencia de CA por ID de correccional, revisión de objetos/instrumentos, color de ropa y estilo, hora de entrada. Tercera revisión tras la doble reja automatizada, el túnel con puertas magnéticas: cotejo de ID de correccional con fotografía con rostro del portador. Cuarta revisión tras entrar al patio B con puerta automatizada custodiada por francotirador: registro con hora, lugar a visitar y firma; segunda revisión de colores y estilo de ropa; entrega del pager de emergencia. Al fin llegamos al gimnasio, nuestra sala de arte por 6 horas con guardia y francotirador, limpio y frío, con claras señales de “Disparo sin Aviso” que de alguna manera te mantiene tranquilo o constantemente inquieto.

Tenemos que llegar hasta el punto final para que los estudiantes sean llamados. Vienen con permisos de otros deberes para asistir al nuevo programa. Algunos no lo consiguieron. Finalmente, se abre la gruesa y pesada puerta metálica, una corriente de aire sale mientras que en contracorriente viene un grupo de hombres en azul al encuentro.

Éramos 3 opciones de arte a la misma hora en el mismo lugar. Nos abordaron con entusiasmo, llenos de preguntas, siempre respetuosos y decidieron en qué clase inscribirse, otros ya lo tenían claro y definido. Nos daban la mano o simplemente un contacto visual al momento del saludo: “ ¿Son ukeleles? ¿Cómo se afina? ¿Nos van a enseñar a tocar? ¿porqué 8 cuerdas? “Yo nunca he tocado”; “Yo toco guitarra, ¿la puedo traer?” Bueno, hubo hasta una bienvenida de parte de un estudiante risueño y de tan buen humor que nunca olvidaré por su aspecto tan similar a los estudiantes de bachillerato que he tenido en Los Ángeles: “¿Habían estado antes en prisión?” A lo que respondí con un dudoso “No”. Entonces, “bienvenido a la prisión!”. Soltamos resonantes carcajadas al tiempo en que le daba las gracias. Entre ellas iban pensamientos entrelazados tales como: Este se ve muy joven para estar aquí. ¿Qué lo habrá traído? Debiera de estar en la escuela, en fin, se le miraba muy hecho al régimen y solo atendí su entusiasmo con respuestas sin prejuicios. En esa misma personal bienvenida este mismo estudiante se percata de mi espiga con la cual toco mi requinto, la cual puede parecer una pata de armazón de lentes o un mango de cuchara de plástico, pero no, en la prisión aprendí que realmente parece una cuchilla, un arma blanca de manufactura interna! Soltamos más risas pero la mía ya iba un poco tímida y pensativa.

En medio día habíamos aprendido a convivir con el personal administrativo, los guardias y los internos. Las actitudes cambiarán en el transcurso del tiempo y nos daremos cuenta que no habíamos aprendido nada, que solo era un primer encuentro.

Dicen que la música es un lenguaje universal, sin embargo debemos tener claro que no todo el mundo está de acuerdo y existen tensiones entre algunos grupos. La prisión es igual.

Quetzal y yo nos habíamos presentado como los maestros de música, ya habíamos sonado los instrumentos y cantado un par de versos. Después formamos un círculo con las sillas, todos con jarana en mano listos para las primeras instrucciones. Empiezo con la mano que lleva el ritmo y tras unos minutos paro para explicar lo que se hace con la otra mano. Acorde de DO, sigue FA y llegamos a SOL7. A manera de ejercicio empezamos a tocar lo que ya es la estructura de un son. En minutos todos son capaces de hacerlo pese a las diferencias de habilidades. Me pregunto por qué solo para impulsar la respuesta que se daba sola frente a mí: están educados a seguir claras instrucciones y a someter sus cuerpos a rutinas forzadas. Solo los puedo comparar con los estudiantes de nivel universitario privado en donde, por circunstancias opuestas, tienen el mismo desempeño y resultado.

Muy pronto empezaba a escucharse música dentro de la fría sala, hasta creo que la misma sonoridad atrajo más moscas y sonrisas, de lo que sí estoy seguro es que cambiaba nuestro entorno y aún más impactante fue el escuchar que en los estudiantes empezaba a cambiar el interior. Así lo expresaban, se sentían bien, se sentía tranquilidad, se liberaban de posibles pensamientos negativos o de la realidad del presente. Una cascada de comentarios y pensamientos caían entre ejercicio y son o canción y con ellos aprendíamos más. Esta música es de acercarse a través de la plática para reflejarla en grupo y es ahí en donde esta labor empezó a mostrar el verdadero trabajo que íbamos a tener durante el curso semanal. Pronto empezamos a tener que trabajar más a nivel personal, aquel grupo homogéneo de la primera clase había desaparecido puesto que las diferencias en cuanto a retención, concentración o enfoque y estado físico de las manos se hacían presentes como obstáculos a vencer o esquivar o a aprender a convivir con ellos. Algunos, los experimentados en las guitarras, empezaban a mostrar inquietud por los que avanzaban a menor velocidad. A ellos hubo que hacerles entender que eran importantes para el desarrollo del grupo, que su habilidad la necesitábamos para servir de apoyo a los demás y como incentivo se les enseñaba algo un poco más elaborado dentro del mismo ciclo del son jarocho. Todo caminaba en buena dirección y para acariciar un poco más el oído, Quetzal les trajo la letra y acordes escritos de una canción de Bob Marley la cual nos trajo un nuevo aire puesto que se usaban los mismos acordes que ya habíamos tocado en sones como El Colás o El Chuchumbé.

Participantes en los talleres de son jarocho.Desgraciadamente no siempre tuvimos a los mismos estudiantes, las clases variaban mucho en las primeras sesiones. Por tal motivo, algunos se atrasaban en la práctica de los sones y canciones. Una mañana, tras haber hecho los calentamientos físico-musicales, al iniciar el primer son, se escuchan los gritos reverberantes dentro del gimnasio que no logré entender de inmediato pero lo que veía era que todos se movían de su silla al suelo, todos los estudiantes de las tres clases lo hicieron; el guardia y el francotirador en alerta máxima gritaban que debían sentarse en el piso, hasta abajo. Nosotros teníamos la indicación de que teníamos que separarnos del grupo y situarnos en una zona donde quedáramos fuera de un posible flujo de personal de guardia y mejor aún, fuera de la trayectoria de un disparo sin aviso. Tal situación rompió con la armonía que habíamos construido. Realmente no sabía si iba a volver a ese punto la clase, ni mucho menos cuándo pues el motivo de tal orden había venido desde afuera, del patio central. Todos aún con el instrumento en mano, en completo silencio, escuchando el zumbido del ventilador en el techo empezamos a vernos sin decir palabra alguna, nada más nos comunicábamos con la mirada. ¿Qué había pasado? Nadie lo sabía pero los únicos extrañados éramos los nuevos de la prisión, los demás ya se imaginaban todo lo posible. Y en ese mismo momento surge algo inesperado y sorpresivo: un estudiante empieza a tocar para recordar sus acordes y otro se voltea hacia él para ayudarle a lograr su objetivo. Recuerdo ese momento como un primer gran logro de la clase de música, de la clase de jarana con el espíritu del fandango, eso de ayudarse entre sí para ser mejores juntos. Muy pronto los demás empezaron a acariciar las cuerdas de las jaranas y aquella abrupta interrupción quedó enterrada bajo las notas que los estudiantes sonaban. No recuerdo cuánto tiempo estuvimos en el suelo tocando pero sí recuerdo que era suave y armonioso. Nos estábamos escuchando.

Un día llegaron los guitarristas con muchas ganas. Nosotros nos percatamos de esa inquietud y debíamos recordar que ningún día es igual a otro, que siempre debemos estar sensibles hacia los estudiantes. Ya había más confianza ganada así que eso ayudó mucho a que se mostraran más abiertos hacia nosotros tanto en bromas como en asuntos musicales. Ese día le tocó a Quetzal asistir una idea melódica que resonaba entre el grupo. “¿A ver? ¿Qué eso que estas tocando? Y como niño reprendido quería ocultar lo obvio con un clásico “nada”. A lo que nosotros no cedimos y buscamos esa melodía en nuestros instrumentos. En cuestión de segundos ya estaban sorprendidos de nuestro logro y ganamos un poco más de respeto pues expresaron entre ellos: “Mira, lo que nosotros hicimos jugando ellos ya lo tocan mejor que nosotros y hasta suena como una canción de verdad!” Quetzal no dejó ir la oportunidad de convertir esa idea en una canción original y así iniciaba una buena sesión de composición, ahí en frente de ellos usando la base que ellos mismos nos dieron. Melodía armonizada, desarrollada, con un puente y faltaban los versos con su melodía. Éramos latinos, blancos y afroamericanos con cajón, guitarras y jaranas, aplaudiendo y cantando. Ese fue un verdadero disparo sin aviso que atravesó todas las almas dentro del gimnasio, desde el interno encargado de la limpieza hasta el francotirador enjaulado en las alturas.

Recorrimos muchas millas tanto al amanecer como al atardecer. Cruzamos la montaña y la neblina. Renunciamos a nuestra libertad civil cada lunes para poder liberar a unos cuantos presidiarios por un rato. Fuimos lejos, los llevamos más allá de sus grises y altas bardas. Jamás olvidaré la forma y tono con el que nos preguntaban cómo nos fue en la semana y aún más intensamente cómo recibían la respuesta como si fuera la suya, en un instante creo que la hacían suya. La forma de decirnos adiós y desearnos buen camino de regreso a casa. Lo agradecidos que estaban por nuestro esfuerzo y sabidos que lo hacíamos convencidos de ello, por ellos, no por nosotros. No están acostumbrados a ello, ya no lo esperan y nosotros les dimos ese toque de humanidad envuelta en arte. Espero que hayamos insertado algo positivo dentro de la cultura en prisión, deseo que entre ellos continúen la práctica de la enseñanza ya que en sabiduría y talento se encuentran llenas esas instituciones correccionales.

Participantes en los talleres de son jarocho.